15 de enero de 2008

El lenguaje del orden, fragmento

Cada vez que podía, mi hermano mayor aprovechaba la oportunidad, se colocaba sobre una especie de trono que sólo él era capaz de ver, y desde allá arriba, hablando fuerte por si no lo escuchaba, haciendo gestos exagerados por si no le entendía, resoplando cada treinta segundos exactos por si no me daba cuenta de mi torpeza, me dictaba cátedra.
Y mi torpeza debe ser real, porque yo sabía que esa tarde él estaba en casa y sin embargo, sin haber sido capaz de prever lo que sucedería, repasé mentalmente algunas de las indicaciones que mi papá me había dado el sábado anterior en la orilla del arroyo, agarré la pistola y las dos cajas con balas, y antes de salir pasé por la cocina, sí, justo por la cocina donde mi hermano estaba desarmando algo (creo que esta vez era la cafetera), y puse a calentar la pava para llevarme un termo con mate.
Ahora era demasiado tarde. No levantó los ojos de su cablerío. Pero atento como siempre hizo una composición de lugar mientras yo terminaba de preparar la mochila. Mi hermano mayor no necesitaba ver. Él habría podido nacer ciego y su vida habría sido la misma.
– ¿El viejo sabe?
– Sí.
Mi papá me había dicho que yo podía practicar cuando quisiera, siempre que tuviera cuidado y no anduviera mostrando la pistola por la calle. También había dicho que en un barrio como éste hay que estar alertas, y que era una vergüenza que a mi edad yo todavía no fuera capaz de distinguir el estruendo de un disparo del de un cohete de navidad.
– ¿Contra qué vas a disparar?
– Qué te importa.
– Si te metés en quilombos, conmigo no cuentes.
Había muchas actitudes en él que me molestaban. Y acababa de resumirlas en una sola frase: me había tomado lección, se había metido en mis asuntos, estaba controlando mis movimientos, descalificándome sin siquiera mirarme, sacando conclusiones en mi contra, cuando yo todavía no había hecho nada.
– No es asunto tuyo –le dije.
Y ahí sí que levantó la vista. O no, a lo mejor la vista siguió fija en el resorterío infernal que había sobre la mesa, pero él se puso de pie con autoridad, arrastró la silla para atrás con autoridad, también con autoridad se refregó las manos y con mucha más autoridad todavía me dijo:
– Te acompaño.

No hay comentarios: