30 de enero de 2008

La Esclavitud de los Peces, poema VII

Nací en esta ciudad, que no es la mía:

las imágenes del miedo son mi patria.

Un silencio sin ecos puja por tragarse mis pies

frente a una mirada que no es de un ojo.

Holgadamente preso en esta anchura,

descubro cuánto me duele el nacimiento de la tierra.

Puedo plagiar los versos más tristes esta noche.

El eslabón perdido regresa a las cavernas de mi sangre

con la actitud tranquila del que no se fue.

Esta caída es un minuto inconcluso.

Es una jauría de barcos que naufragan.

Es la tibia muerte pudriéndose en mi cuerpo.

Muerte de muertos que invaden las estrellas,

muerte de nuevas constelaciones de sepulturas fértiles.

Entonces, al mirar el cielo,

miro cadáveres.

Me seducen sus caricias que han perdido la piel.

Renuncio a adivinar sus expresiones,

su palidez de muñecos,

su pretérita ternura abrochada a las cosas

que algo diferente a una cosa han sido.

Percibo los crepúsculos y mis ojos ya saben

adónde dirigirse.

Algunos se enloquecen de infinito.

Otros prefieren la esclavitud de los peces.

Unos pocos sonríen. Casi nadie pregunta.

Yo, mientras tanto,

irrevocablemente ajeno a los espacios,

permanezco naciendo en esta ciudad, que no es la mía,

mirando con avidez y sorpresa a los cadáveres

que con su trágico despojo parecen condolerse de mí.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ese espacio, el que se halla entre la esclavitud de los peces y el delirio del infinito, qué difícil de encontrar.